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Eterna calle

Siempre estaba con ella, su amiga fiel; la guitarra. Solía sentarse en el parque a tocar melodías olvidadas por las generaciones más antiguas, aun así, las tocaba con energía y fervor. Su barba sucia y descontrolada llamaba la atención de cualquier joven con aspiraciones a la vagancia y tendencia vagabundista, incluso poseía un club de fanáticos. Los más fieles seguidores que le llevaban una “chatica” de ron para que siguiera el pintoresco recital. Sombrero (que no podía faltar) con escasas monedas que le daba forzosamente para comprarse pan y agua. ¿Quién dijo que no se vivía de pan y agua? Falso; Luis (así se llamaba) si podía, pero había que darle alcohol.

Sus amigas eran las palomas que bajaban a comer migajas a su alrededor; ojo, era él mismo quién se encargaba de buscarlas. Sus amigos eran los “palomos”, quienes se sentaban a escuchar sus tonadas para olvidar las penas que desde “fetos” enfrentaban. La noche era su más antiguo y adorado amor, razón por la cual siempre se dedicó abnegadamente a salir con ella a pasear hasta que las ganas de estar despierto cesaran. Muchos se burlaban, otros lo ignoraban pero indudablemente se convirtió en un icono del parque. El no hablaba, solo cantaba. No reía, ni lloraba; parece ser que su vida se la entregó a la música, esa que siempre regaló.

No lo vi morir, ni escuché nada al respecto, solo sé que se fue en una de las tantas citas con la noche y dejó una nota que decía:

Cuantas cosas lindas que no veo aquí… Me voy pa’l monte pa’ que me acabe de llevar quien me trajo.

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