Una mañana azul y fresca pintaba el escenario
del amanecer de Micaela, quien acostumbraba salir a correr todos los días vio que en su jardín había una cruz pequeña sembrada sobre una pila de tierra con
unas letras grabadas que deletreaban su nombre.
Al levantar la cruz salió una carta amarrada
de un hilo y de Micaela de rodillas leyó:
"Te extraño de la
manera más extraña y aunque nunca permito extrañarte; a veces se me ahoga un
suspiro indignado que susurra las mismas oraciones del día del adiós.
Recuerdo estar sentado en el mismo sitio, en una noche cualquiera,
en la paz de tu hogar y hablar de todo y de nada; siendo dos en uno por medio
de un beso desbordado, dulce y prolongado.
Que bella eras en
ese entonces, quizás hoy también así lo seas. Pero en ese instante eras tan Tú,
tan plena, tan inalcanzable y tan mía, solo mía, y solo Dios sabe lo bien que
se sentía.
Estás tan
olvidada y tan presente que es inevitable escribir que todos los días te
recuerdo y tengo la sospecha de que siempre será así.
Si algún día toca
sentarnos de frente, para contemplarte como siempre lo hacía, te diría que por
ti descubrí lo que es estar enamorado. Te daría las gracias. Muchas gracias."
Micaela sabía quien era el remitente aunque no había firma alguna. Se levantó
empapada en llanto a correr como todos los días pero esta vez lo hizo por horas a ver si se le pasaba la nostalgia, sentimiento solo se cura con el tiempo, no con ejercicio.
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